mayo 19, 2009

La grieta

La visita del tío Eduardo era el momento más importante del año. Hasta la casa parecía alegrarse. Alguna vez llegué a pensar que nos sonreía: apenas leíamos el telegrama un aire tibio recorría las habitaciones y la luz entraba con más fuerza por las viejas persianas que daban al sendero de los pinos. Aunque sin dudas el mejor motivo de su llegada era el esperado cambio de humor en nuestros padres. Con mis hermanos, la alegría de su llegada era proporcional al vacío que nos devoraba cuando lo veíamos irse con su paso lento sobre el caminito de piedras que desaparece en la esquina del sauce. El tío Eduardo no traía regalos sino historias, con eso nos bastaba. Sentado en el sofá de papá, hablaba sin parar durante días; nosotros lo escuchábamos en silencio, dejando en el aire un respeto casi servil.
Agazapados a la ventana lo vimos llegar, con los primeros días de calor a sus espaldas. No caminaba como siempre, aunque no supe definir qué había cambiado. Nos saludó sin demasiadas efusiones y, para sorpresa nuestra, tenía un regalo para cada uno de nosotros. Hubo un silencio incómodo. Más tarde el tío Eduardo pidió una cerveza, se sentó en el sofá de papá y prendió el televisor. Cuando se fue, una semana después, su paso parecía ansioso. Viéndolo alejarse por el caminito de piedras sentí que algo se rompía en la tarde. En ese momento no lo sospechaba, pero es probable que aquél haya sido mi último día de infancia.

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