agosto 12, 2008

Los números precisos

Antes de salir, la imagen de todos los días: su mujer durmiendo, envuelta entre sábanas y tranquilidad. Luego, el cuarto de sus hijos. El niño parecía tener pesadillas, la niña dormía como la madre. Cerró despacio la puerta y bajó al comedor. Tomó el café de siempre, pasó por delante del espejo y no le hizo falta comprobar que su traje estaba impecable. Manoteó sin mirar el maletín y antes de abrir la puerta maldijo su memoria: ¿Cuál es la clave de la alarma? Se paró delante del teclado numérico. Despertar a su esposa le parecía vergonzoso. Intentó recordar. Diez catorce, dijo en voz alta. Ese número era otro, y en seguida recordó su infancia, la casa de los padres con un jardín enorme y un ceibo al que siempre se trepaba. ¿Once ocho? No, así terminaba el número de reserva de un viaje que nunca pudo hacer. ¡Mierda, qué atrofiada memoria! Once algo… once cuatro; tampoco, aquella no era una cifra sino una fecha, un día en el que dejó por escrito la firme intención de ser músico el resto de su vida. Tal vez doce… doce veinte. De ninguna manera, el doce veinte era otra combinación, la llave para abrir una caja fuerte en la que guardaba un autito de fórmula uno, un dólar y el collar de nácar que había armado para una nena de cabellos rojizos. Estaba nervioso, miró su reloj y se sintió absurdo. Qué le diría al jefe. ¡El trece once! Podía ser, aunque el número le sonaba al cumpleaños de una mujer hermosa, una loca linda demasiado libre para su gusto. Suspiró, rendido pensó que a ésa hora la autopista ya estaría imposible. Otro número asomó en su memoria, pero esta vez no quiso recordar. Miró hacia arriba e imaginó a su familia dormida. Abrió la puerta, la alarma sonó ensordecedora. Desde la calle se escuchaba el sonido tenaz. Se sentó en unas escalinatas, dejó que el maletín cayera por los escalones, bajó la cabeza y entonces recordó el número.

agosto 08, 2008

La prisión

Más de una denuncia habían presentado los vecinos. Bruner, joven detective hambriento de oficio, fue el primero en llegar a la casa. Observó el jardín delantero y las ventanas de la ruinosa fachada. Una vecina en camisón se acercó a Bruner. Menos mal que vinieron, esos monstruos lo tienen enjaulado hace años, dijo. Con un silencioso desdén se apartó de la mujer y abrió la verja. Dos policías corpulentos lo escoltaron hacia la puerta. Tocó el timbre, pero le hubiera gustado derribar la puerta de una sola patada. Nadie respondió. La próxima, pensó, la tiro abajo. Volvió a tocar. Escuchó ruidos. Abran, policía, gritó. La puerta se abrió lentamente. Un hombre y una mujer, con sendas caras demacradas, aparecieron delante del oficial. Bruner pensó que estaban locos, miraban con ojos vacíos. Pronunció las palabras de rigor, presentó el documento que le daba la necesaria impunidad y entró. No hubo resistencia por parte de los padres. En vano Bruner preguntó varias veces por el niño. Buscó por todas las habitaciones. La casa estaba minada de juguetes y restos de comida por el suelo. Unas fotos antiguas mostraban la familia en sus comienzos. Dos padres sosteniendo a un bebé, dos padres tomando de la mano a un niño que daba sus primeros pasos. ¡Dónde está el niño! Gritó. Entonces la madre señaló (Bruner percibió miedo en el gesto) hacia abajo. El sótano, dijo Bruner en voz alta. Uno de los oficiales descubrió la puerta y la abrió despacio. En seguida notaron un olor rancio. Mientras bajaba los escalones, Bruner lamentó desconocer el nombre de la criatura. Niño, susurró, niño, ¿dónde estás? De repente una luz tenue. El sótano estaba casi vacío. En el fondo, un colchón con un bulto pequeño. El niño dormía. Bruner lo zamarreó con delicadeza. El niño, no pasaría de los nueve años, se despertó de repente. Parecía malhumorado. Se refregó los ojos y miró a Bruner, a los policías y a sus padres, que habían bajado las cabezas y preferían no mirar. Sabía que algún día vendrían, dijo el niño, y extendió sus manos con las muñecas bien pegadas la una a la otra. Póngame las esposas, hace años que los tengo prisioneros.

agosto 05, 2008

Copas Viejas

Llegó antes que ella y preparó una cena especial. Velas, flores, música tranquila y las copas del casamiento, que con esmero dejó relucientes. Ropa elegante para la ocasión, perfume francés. Sentado en el sofá esperó. Y esperó. La cena fría y él en el sofá, bebiendo la tercera copa. Y esperando se durmió.
Despertó al escuchar el ruido de la puerta. Una mujer desconocida lo miraba con cara de cansancio. ¿Quién es usted? Preguntó. La mujer ensayó una mueca y meneó la cabeza. De nuevo con esas tonterías, dijo ella, mira, estoy agotada de tanto trabajo, encima estuve casi una hora retenida en la misma calle. Tuvo miedo, tal vez era una loca recién escapada del manicomio. Yo a usted no la conozco, agregó. Sos tonto, eh, o loco… no sé, estoy exhausta, me voy a dormir. Antes de subir la escalera dio media vuelta y preguntó: ¿vienes a dormir o qué? Luego subió despacio los escalones y se perdió en el rellano. Ésa mujer no es mi esposa, pensó, e intentó respirar con tranquilidad. Agarró la copa y subió lentamente las escaleras. Cuando estuvo en la puerta de su cuarto se sintió ridículo, ¿cómo iba a defenderse con una simple copa? Esta desquiciada debe estar atrás de la puerta. Dudó un segundo. Bajó las escaleras y fue rápido hasta la mesa del teléfono. Llamó a la policía. Una mujer extraña ha tomado mi casa, dijo entre susurros, ahora está en mi cuarto; por favor, vengan cuanto antes que no sé lo que es capaz de hacer. Sentado en el sofá respiró un poco más tranquilo. Por si acaso, aún empuñaba en su mano la antigua copa.

agosto 01, 2008

El reflejo

El hombre llegó a la madrugada. Ante los insistentes reclamos de la familia repitió que él no era médico, sino psicólogo, que intentaría ayudar. La madre y la abuela lo acompañaron en un lento subir de peldaños que crujían. En el rellano del primer piso, un niño lo observó con miedo. Llegaron hasta la habitación y la madre respiró profundo. El psicólogo abrió la puerta y advirtió que su mano temblaba. Dentro, una cama de sábanas blancas mostraba la ausencia prolongada de un cuerpo. Oteó la habitación y entonces lo vio. Un espejo ovalado, de impresionante altura. Los bordes de madera y un suntuoso pie que permitía un perfecto sistema de oscilación. Dentro del espejo, ella. Largo camisón blanco, los pelos negros cayendo sobre sus hombros y el llanto inagotable, el rictus amargo de un gesto concentrado y antiguo. La abuela explicó: hace cinco años que el novio se fue, doctor, y van tres días que está… ahí. El psicólogo acaricio el espejo con toda su mano. La mujer bajó la cabeza como un animal receloso. Ese hombre le arruinó la vida, dijo la madre. El psicólogo volvió a tocar el espejo y luego observó la escena: la abuela aferraba un rosario contra su pecho, la madre tragaba saliva y el niño se había agarrado, tenso, a su pantalón. Mi esposo, dijo la madre, ayer salió a buscar a ese desgraciado. ¿Qué hacemos, doctor? Preguntó la abuela. Se sintió frustrado y quiso responder que todo iría bien, que pronto acabarían sus penas, pero sólo atinó a decir: yo que ustedes me alejaría del espejo cuanto antes.