octubre 31, 2008

El rey de plomo

Puso un pie en la calle y aflojó el nudo de la corbata. Miró la boca del parking. En coche no, dijo. El contacto de su cuerpo con la mecánica era la continuidad del ritmo que había soportado su físico con el ordenador, la fotocopiadora, el fax, el teléfono. Llevó su mano a la frente y la fue bajando despacio por su rostro. Necesito algo, pensó mientras daba los primeros pasos. Se sorprendió de lo bien que funcionaban sus piernas. Necesito algo. Los sonidos de la ciudad tejieron un hostil contrapunto: la voz grave de su jefe, la sirena de una ambulancia; el parloteo de su esposa, la bocina de un auto que se impacienta; un taladro, el llanto de su hijo. El canon de una sinfonía que pesaba en su cabeza como si llevara una corona de plomo. Sacarse los sonidos como aquél que espanta una mosca, eso quería. Pero siguió andando con su corona y la música hasta que lo vio. Observó al mendigo un rato largo, tal vez cinco minutos. Te necesito, le dijo sin usar palabras. Revisó sus bolsillos y se dio cuenta que había olvidado la cartera en el despacho. Se mordió el labio inferior. Por fin encontró una moneda solitaria. Le dejó un euro. Caminó un par de cuadras y volvió sobre sus pasos. Allí estaba el hombre andrajoso, esperándolo. No puedo darte más, dijo. El mendigo lo miró y subió los hombros hasta que su cuello desapareció. Voy a volver, agregó, te lo prometo, voy a volver. Caminó hasta la siguiente esquina y se sentó en el suelo. Alzó su brazo, miró hacia el frente y le dio a su mano forma de cuchara. Pasaron veinte minutos y muchas piernas. A la media hora (no sentía el brazo, sólo la sensación de miles de hormigas trabajando sobre su piel) divisó unas piernas mal vestidas que se detuvieron frente a su mano. Cerró los ojos y rogó por una moneda. Con ese traje no das la talla, hombre, le dijo el mendigo, y dejó una moneda de un euro dentro de la cuchara. Para que te compres algo más decente, agregó sonriendo, y se fue.

octubre 04, 2008

Cena familiar

Sólo se escuchaba el ruido del padre al masticar. A su lado, la madre, entre sudores y náuseas, hacía un esfuerzo por comer. El niño observaba a su padre, la niña reprimía las lágrimas. “No comés”, preguntó el hombre al chico, quien se pasó la mano por la frente y probó un bocado. “Porque ahora hay comida en esta casa, se acabó la crisis”, gritó sin mirar a nadie. “Vos tampoco comés... comé, carajo”. La niña cerró los ojos bien fuerte. Los abrió despacio y observó la silla que antes ocupaba su hermano menor, luego miró el plato que todavía humeaba. Entonces comió.